jueves, 18 de febrero de 2016

Ser maestro, ser maestra, un acontecimiento estético

Nancy Ortiz

El maestro

El maestro —cuya labor se desenvolvía entre el conuco y el aula— se llevó el libro debajo del sobaco, y el calor derritió entonces las palabras, y las imágenes de colores de los padres de la patria rodaron convertidas en melcocha por debajo de la camisa caliente y pedagógica; las ciudades de la página 32 se poblaron de agrios olores sudorosos, y los pistilos y corolas abandonaron ya en la página 95, el marco blanco de las hojas.
Cuando el maestro quiso sacar su libro para leer la lección del día, comprobó que sus alumnos recogían los capítulos en vasijas de barro y que sólo colocándolos a la luz y el calor del sol la sequedad anterior se recuperaba en una mezcla de temas y paisajes que eran ya un tipo de saber diferente al que el maestro había durante años explicado.

Marcio Veloz Maggiolo


Ser maestro o maestra implica reconocerse a sí mismo como sujeto de un saber dibujado no sólo sobre la extensión del conocimiento científico, sino también en las dimensiones de la experiencia estética -indesligable de las esferas ética y política- construida en el ir y venir de la praxis, en los movimientos del cuerpo, el pensamiento, la pasión y la acción. Esto hace que su enseñanza no se reduzca a la transmisión de información; aquello que pretende enseñar se ve transformado por su historia de vida, por su posición frente al mundo, por su lectura del espacio pedagógico, de los estudiantes y sus entornos.

Precisamente, el cuento del dominicano Marcio Veloz Maggiolo nos permite apreciar la enseñanza como un proceso derivado de la experiencia que maestros y maestras tenemos con las ciencias, las disciplinas, los discursos y, de forma especial, con los problemas que pretendemos enseñar. En concordancia, enseñar no constituye el producto de un mero transponer “objetos” de las ciencias y disciplinas al aula de clases. Más bien, quienes enseñamos elaboramos tramas a partir de nuestra lectura lógica, ética y estética del acervo científico, inserto en la historia de la humanidad, en las distintas formas de expresión y significación que aprendimos en nuestra propia cultura, con sus lenguajes populares y artísticos, con la creatividad desarrollada para recrearlos, con nuestro deseo y nuestra pasión.

El cuento El maestro muestra, con sus secuencias, diferentes imágenes sobre el universo educativo desde un lugar político concreto: el maestro enseña lo que ha pasado antes por su cuerpo. Pero no hablamos de cualquier cuerpo: él viene del conuco, su vida no empieza y termina en la escuela, pues también participa de la cotidianidad del cultivo, y lo que enseña también proviene de allí. El calor hace propicio que el conocimiento apresado simbólicamente en el libro —escrito por otros autores— sea deformado por el sudor, que nos remite ineludiblemente a la corporeidad y, a la vez, al trabajo. Hablamos de la experiencia de un cuerpo situado y, por lo tanto, de una experiencia situada; el sol, las vasijas, la vida rural —quizás taína— y el calor desfiguran el conocimiento inodoro contenido en el marco blanco de las hojas. En efecto, no estamos frente a una transposición positiva del conocimiento, sino de cara a la elaboración de un saber que en su paso por el cuerpo del maestro sufre modificaciones, cambia, se llena de olores y sabores; no en vano el calor del cuerpo del maestro derrite las palabras y convierte en melcocha las imágenes de los padres de la patria. Al mismo tiempo, ese saber también toca el cuerpo del maestro, rueda por debajo de su camisa, se funde en la experiencia que le permitirá después enseñar.

La enseñanza, como acontecimiento estético-ético parte también de la disposición de escuchar, en medio del gran ruido del mundo actual, distintas voces. Desde luego, esto involucra no solo nuestra sensibilidad sino, además, la activación de una interpretación semiótica, que se dirige a los detalles, a los signos, a los indicios, a los símbolos, a códigos éticos y estéticos. No sólo las obras de arte tienen códigos estéticos; hasta el texto oral más simple posee entre sus formas sintácticas y gramaticales concretas, un ritmo, una entonación, una intensidad, unos gestos, la vibración de una experiencia, la huella de uno o varios cuerpos que hablaron y, al hacerlo, marcaron en lo dicho algo de sus alientos, entre signo y signo. Todos estos códigos generan efectos estéticos, una polifonía que no se limita a lo canónicamente aceptado como "bello" para el régimen de verdad de turno.

De acuerdo con lo anterior, las formas estéticas son un terreno constitutivo de la enseñanza y no simplemente acompañantes ornamentales del proceso.  Es aquí donde cobra un papel fundamental la opción de las maestras y maestros por una manera de intelectualidad no limitada a la estrechez del discurso científico, una que no oponga lo cognoscitivo a lo estético y lo ético. Desde esta perspectiva, Paulo Freire (2005) afirma que “estudiamos, aprendemos, enseñamos y conocemos con nuestro cuerpo entero. Con los sentimientos, las emociones, con los deseos, con los miedos, con las dudas, con la pasión y también con la razón crítica. Jamás sólo con esta última” (p.8).


Bibliografía citada
Freire, P., 2005, Cartas a quien pretenda enseñar, Siglo XXI, México.

Veloz Maggiolo, M., 1998, El maestro. En: Cuentos breves latinoamericanos, Aique, Norma (Coedición latinoamericana), Bogotá.


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